martes, 4 de septiembre de 2018

EL NEGRO EMBRUJADO




EL NEGRO EMBRUJADO

Cuento


Claudio Torres Torres




Cuando llegué a la sala de emergencias del hospital, con cuidado  me recliné en uno de los asientos de la segunda fila. No estaba solo, pues me acompañaban unas 10 personas, entre ellas un niño de unos 3 años que parecía en estado moribundo y que se recostaba sobre las faldas de su madre, mientras esperaba su turno para la atención médica.

Era la mañana de un domingo, de esos  que no quisiéramos que existieran jamás. Una gripe muy brava, había hecho presa mi humanidad, yo cargaba con los síntomas suficientes para contagiar a la ciudad entera, al punto de haber tomado la decisión de ir al hospital.

Habían transcurrido unos veinte minutos de espera, cuando de pronto escuché los pasos de alguien que por el sonido, empujaba una silla de ruedas por el pasillo. Apenas abrí los ojos, efectivamente un anciano era empujado en aquella silla por un tipo alto, vestido con un mandil de color azulado, el cual llegó hasta la primera fila, abruptamente le soltó los pies sobre el piso, lo ayudó a levantarse y lo acomodó en uno de los asientos plateados, y de muy mala forma, en tono despectivo le gritó:     -Espere aquí-.

El anciano, como devolviéndole la grosería del enfermero y con una voz enronquecida, lánguida, que por momentos se perdía, empezó a gritar: ¡Y tengo que volver!, ¡Oiga!.. ¡y tengo que volver!.

Esos gritos empezaron a rechinarnos el oído a todos en la sala, nos dimos cuenta que el anciano no preguntaba, sino que también le reprochaba al impío enfermero que lo dejó abandonado, como quien se deshacía de él en aquella sala. Por un momento se me vinieron a la mente las palabras de esta señora, directora del fondo monetario internacional Christine Lagarde que en una de sus declaraciones dijo que “los ancianos viven demasiado y que eran un riesgo para la economía global”. Esas palabras empezaron a acrecentar mi dolor de cabeza a tal punto que se me enfrió el cuerpo, en lugar de subírseme la temperatura.

Con una considerable estatura, piel morena golpeada por el reacio sol del valle de Catamayo, se notaban sus párpados caídos, las pupilas desorbitadas, desvaídas, una lágrima se había petrificado y pendía de los ángulos interiores de cada uno de sus ojos. El anciano temblaba, mientras su mano derecha buscaba a tientas en el asiento contiguo, su bolsa de remedios que había perdido … Y miraba a un lado, a otro, no tenía control ni un punto fijo.  Contra mi voluntad, debido a mis dolencias, me acerqué a pasársela y se la coloqué entre sus manos. Me miró fijamente como quien quería de mí, algo más y me dijo: -gracias señorcito-.

Es común en algunos cantones de la provincia de Loja, que muchas personas llegan al siglo de vida y a veces hasta pasan de los cien años, por ello calculé que el anciano tenía algo más de 90 años y aunque se sostenía en su bastón de faique, su cuerpo temblaba y temblaba. Su cara estriada eran meandros que parecía tener los surcos de todos los cultivos del valle de Catamayo; un sombrero amarillento cubría su cabeza y los pocos cabellos blanquecinos que le quedaban. Era su vejez la que le impedía tener control absoluto de su cuerpo. Por momentos bajaba la cerviz como quien buscaba en el piso el consuelo al dolor que de seguro le acechaba. De pronto escuché   mi nombre, era mi turno, cerraron la puerta y empezó mi consulta. Jamás me imaginé que luego de 10 minutos,   era yo el que salía con una bolsa de tabletas de hibuprofeno, loratadina y un antibiótico de bajo espectro que me dosificaron para mi enfermedad. En ese momento me di cuenta que mi recuperación iba a ser muy larga.

Al salir de la consulta y al fondo del pasillo en la calle, vi cómo el chofer de una camioneta de una cooperativa del lugar, cerraba la puerta del asiento posterior para transportar a aquel anciano. Mi curiosidad se había convertido en un precepto divino que me ordenaba saber quién era aquella persona, por lo que regresé y elegí a la enfermera que tenía la cara de más amigos y le pregunté por la identidad de aquel anciano, pero me dijo que no sabía de quién le hablaba.

Resignado a desechar mi curiosidad, emprendí mi retorno por el pasillo recién abrillantado, justo antes de salir, encontré a una de las personas que hacía la limpieza,  le pregunté  por el anciano, a lo que el buen amigo me dijo: -¡Ah!, usted me habla del “negro embrujado”- y con un tono de risa burlona, agregó, -el que se peleó con el diablo-. Escuchando al tipo y sin haber tomado aún la medicina, nuevamente sentí que mi fiebre se alivianó. Con más curiosidad, ahora insistí en preguntarle, por qué dice eso,   -porque es verdad- me dijo,  -hace muchos años él se peleó con el diablo y le ganó la pelea, desde allí se lo llama el negro embrujado. Vive aquicito nomás, en el barrio Las Canoas-.  -Gracias le dije-, y me marché a casa de mis padres.

Además de conmiseración, aquel anciano había causado en mí una gran curiosidad por lo que me contó esa persona en el hospital. Al día siguiente y con una leve mejoría en mi salud, compré un poco de víveres para regalarle y me fui predispuesto a encontrarlo. Efectivamente, luego de preguntar a una señora, encontré su dirección, en una pequeña y vetusta casa de adobe, junto a ella había una cerca, de algarrobo y unos tres o cuatro árboles de flor de novia que circundaban la casa Su único acompañante era un perro flaco, que hasta se le podía contar los huesos, pero daba la apariencia de ser el fiel compañero de los dolores de su amo.

Llamándolo fuerte por su apellido me acerqué hasta la casa, mientras su amigo sabueso me advertía que no diera un paso más. -¡Quién es!- Me contestó con una voz enronquecida y resignada…Un amigo suyo… puedo pasar?.  -venga nomás, el perro no muerde-,  a lo que lo llamó por su nombre y lo mandó a echarse por otro lado para que no moleste, mientras yo avanzaba hasta el banco de madera asido a la pared en el que descansaba don Santos. Sobre su cabeza, un  cuadro de la virgen del cisne pendía en la pared de adobe. ¡Buenos días don Santos, le dije, aquí le traigo unos pancitos!. -Muchas gracias-  me dijo el anciano, mirándome a la cara y me invitó a sentar en otro banco de madera que estaba situado en la pared del frente.

Yo no sabía cómo empezar a saciar mi curiosidad sobre lo que la gente decía de él, por momentos la conversación tomó un cariz poco agradable y poco prometedora. Pero al final me relajé   y empecé preguntándole por su salud. -Cada día más mal mi amigo- me dijo y prosiguió: -siempre que voy al hospital me dan unas pastillas que poco mejoran los dolores que tengo, pero ahí le damos hasta que la muerte nos llame, y usted donde vive jovencito y a qué se dedica- me dijo.

¡Yo soy profesor  y trabajo en Zamora, pero mis padres viven aquí en Catamayo y ayer, al igual que usted, estuve en el hospital y ahí lo conocí, le pasé sus medicinas que se le cayeron, lo recuerda.! .-Cómo no pes-, me dijo. -Y qué lo trae por estos sitios- agregó.

Al escuchar esas palabras me sentí con mayor confianza para preguntarle sobre su hazaña que el pueblo comenta y le hice una retahíla de preguntas. Me contó entonces que tenía 94 años, que tenía familia pero que sus hijos estaban por otros países y que había enviudado ya hace algunos años, que ha trabajado siempre en la agricultura produciendo tomate, pimientos, pepinos, yuca, camote maíz y todo lo que se daba en el valle de Catamayo. De repente cuando los dos nos habíamos callado, le pregunté  por qué le dicen “el negro embrujado”. El anciano sonrió, con una   tos leve y con voz titubeante empezó su relato. -Jovencito, uno a veces en la vida hace tonterías. Mire usted, en la mitad del camino que va al pueblo, hace unos 30 años había un gran árbol de mango que tenía quizá la edad que ahora tengo yo, según la gente decían que el árbol estaba embrujado porque a partir de las seis de la tarde no había cómo pasar por debajo de él, ya que asustaban los demonios que ahí vivían, y en verdad la gente no pasaba en las noches sobre todo si se estaba solo. Cierto día el cuidador de uno de los terrenos de por allí, me propuso que yo corte el árbol, porque nadie quería hacerlo y así se acabaría la maldad. Como toda la gente lo aprobaba y además me ofrecían buena paga, lo corté. Era un enorme árbol que en su base tenían que abrazarlo  dos hombres para dar con su ancho, por lo que me demoré tres días para verlo hecho leña en el piso. ¡Oiga!, dijo, dirigiéndose a mí:  -¿Sabe cuáles eran los demonios que la gente escuchaba?. Eran muchos animalitos que por lo tupido de las ramas y hojas, habían hecho casa en el árbol. Y prosiguió: -le digo: guanchacos, pájaros, ardillas, pacazos, colambos, sucurimbas, mazhos, lechuzas que a decir de la gente eran los malos espíritus. Luego de que corté el árbol, según la gente, yo cargué con los diablos y por eso me dicen que estoy embrujado. Pero le digo joven, que el único mal con el que cargo es el embrujo de la naturaleza, el pesar de haber cortado aquel árbol que protegía muchas vidas en sus ramas y hojas. Los seres humanos creemos que podemos hacer y deshacer con lo que la naturaleza nos da y estamos equivocados. A ver si a mi alguien me corta la vida en estos momentos, que aunque yo quisiera, pero no es lo correcto porque hay que dejar que la vida mane y cumpla con su ciclo natural.

Luego de escuchar su relato, me despedí del negro Santos, y cuando salía de su casa, me llamó nuevamente y me dijo. -gracias por la visita…. Y a usted le gusta el campo-. Le dije sí, ¡me gusta mucho!. Entonces, si quiere jovencito vaya por la derecha, siga el camino sin salirse de él, y más o menos por la mitad, usted mismo puede ver, los retoños de aquel árbol, ya están muy grandes y a pesar del mal que le hemos causado los humanos, ofrece una muy buena sombra en el camino para quien se arrima a él.



Publicado en la Revista "Yaguarzongo"No. 60 Registro ISSN 1390 -9312 de la SENESCYT, órgano de la Casa de la Cultura, Núcleo de Zamora Chinchipe.
  





[i] “aquicito”:  Modismo usado en la provincia de Loja para indicar un lugar que queda a una distancia corta.
[ii] “pes”: Deformación de la conjunción “pues” usada coloquialmente, sobre todo, en sectores rurales del Ecuador.